Aquella fiesta de disfraces y máscaras
es un festín de oro, incienso y náusea
lleno de invitaciones en sobre sellados.
El público lame la pantalla del televisor
donde se recita en un verbo sin letra
que no es de nadie ni de todos,
que huele a alquitrán aún caliente
con sabor a pan enmohecido.
Un verbo sin letra
escrito en algún libro sagrado
custodiado por leones
que fueron preñados de hierro y pólvora.
Un verbo que suena a sirena y a incendio
de carretes sin revelar
en los ojos de un Pericles que llora.
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