“La bohème, la bohème
ça voulait dire : tu es jolie
la bohème, la bohème
et nous avions tous du génie”
Charles Aznavour
No he visto lilas colgar bajo las ventanas
de Montmartre
pero he visto la belleza derramada
sobre el mantel
como un océano vertiéndose constantemente
sobre la playa
o una ciudad que amanece atravesada
por la migración de los flamencos,
aunque desde el balcón del segundo
solo se vea la sombra que arrastran mis ojeras:
carnes podridas por pasar la noche a la intemperie,
bosques calcinados bajo las pestañas,
las marcas de neumático sobre el asfalto
del que no supo frenar a tiempo
para evitar el accidente.
Sin embargo,
tras la breve lucidez del sueño,
quedaban aún los ecos de la bohème,
la certeza de esos días de vino y rosas
salpicados por una juventud y una belleza
cuyo recuerdo, cada vez más contingente,
nos hizo transmutar el drama en mito,
el amor, en el invitado que llega
cuando la fiesta ha terminado.
Y justamente ahí,
en la fractura del amanecer contra las ventanas,
aprendimos que éramos nosotros
los que teníamos que barrer las copas rotas.
Pero ahora que se me llenan las primeras luces
de agua en estado gaseoso
y los cristales de edificios abandonados,
el tiempo y la distancia
empañan aquellos versos de Aznavour.
El peso que elegimos transportar enturbia
que aún somos jóvenes,
que tú eres bella,
que tenemos talento.
El camino que elegimos recorrer
muestra únicamente el recuerdo de haber fallado
en nuestro único gran golpe.
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