Las torres de marfil
no son para el poeta,
pues la poesía es más amiga del fango
que de la porcelana.
Sabe más de autopsias,
de pulmones enmugrecidos
o de huesos hechos ceniza
que del bordado en hilo de oro.
La poesía es lo que crepita
cuando se apagan los labios,
una balsa de aceite y gasolina
estancada en el constante fluir de Heráclito,
un otro paralelo que habla
con la lengua de los muertos,
el murmullo incesante
de amor en podredumbre.
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