Esta piel débil no resiste
la incertidumbre del hacha,
su golpe certero a la altura del estómago,
pero aún así lo recibe
porque sus terminaciones nerviosas
saben que el dolor es la señal
de que el cuerpo no es de piedra,
que el pulso palpitando en la herida
es el ímpetu con el que empuja la vida,
la pulsión de rozar las mismas bocas,
de buscar con los dientes los tendones escondidos,
de oler, de nuevo, los perfumes que no se han olvidado.
El hacha no es más que un boomerang disfrazado de esta, que vuela por el viento cruzando países y ciudades.
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