Detrás de los olivos que han visto sangre 
y muerte, con la mirada al frente, 
más allá de la tierra fría y marrón 
que tocan nuestros pies, 
firme ante el horizonte que no es otro 
que la sal disuelta por los mares, 
encontramos nuestra carne y nuestros huesos, 
fundidos con cada mota de polvo 
que aspiramos y cada átomo de oxígeno 
que mancha nuestros labios. 
Como las mareas, como la combustión interna 
en los cilindros, suenan nuestros cuerpos 
cuando nos empotramos contra la tinta 
que escribe los recuerdos, 
el papel en blanco que la atropella 
y el segmento que los separa 
con su olor a olivo, 
a tierra fría, a sal, a motas de polvo 
y a beso.
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