Aquel día que caminamos por el Sahara,
lamimos el borde del abismo
y la aorta nos escupió un alquitrán
que nos supo a playa.
Aquel día en el que los museos
hicieron honor a su nombre,
llevabas el pelo recogido y un vestido
que me ofrecía tu cuello.
Él me supo a Mediterráneo
cuando acerqué los labios,
pero no susurró nada de choques de trenes,
ni de carreteras cortadas.
Mientras me abría camino
por los avatares de tu pelvis,
no fui capaz de evitar el volverme a despeñar
por la última madrugada de mayo.
Ahora tengo arrugada la camisa,
el corazón y la barba descuidados,
los pantalones manchados de un barro
que saca a relucir la peor de mis derrotas.
Aquel día que me partiste el labio,
aprendí que forzar cerraduras
teniendo la llave en los bolsillos
es ser un más que pésimo ladrón.
Quizá mi mayor delito fue intentar hacernos
a imagen y semejanza de Godard o de Cortázar,
juguetear con el peligro de que mis lunares
dejasen de encajar en los tuyos.