El vino no espesa la sangre,
como lo hace el cristal
o la brea de un sueño de infancia
que trepa por tus piernas,
y te entra por los ojos
a veinticuatro fotogramas por segundo.
No hace del glóbulo una masa informe
de nostalgia y olvido,
de símbolo y traición.
No enjuicia mantel, lienzo y telón
con la firma del apóstata,
ni declara a Sócrates culpable.
El vino es un labio superior
cayendo por las comisuras,
tiñéndose la barba de colores primarios,
del fuego con el que Nerón
incendiaba las ciudades,
avivando la carne antes de las cenizas.
Si una sola gota fluyese por las venas
haría de los hombres, dioses.
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