La piel de los párpados es un manto fino
por el que siempre cruzan
las sombras de la noche.
Sombras que caen en los pozos
dilatados e inquietos, como perros en mitad
de una tormenta, que intentan reducir los iris.
Tocan las paredes con el eco
de su impacto contra el fondo seco,
como tocan las piedras lisas
las superficies de los lagos, en cuatro roces,
que suman el cuarto toque en la campana
que rinde luto al antojo de las cuatro en los relojes.
En la cerca de los ojos, amanecen ejecutadas
las pestañas, como el cadáver que cuelga
de las ramas olvidadas de un olivo sin vida.
Las ojeras son las huellas del ejército de Atila,
los vestigios de los duelos y la vela por unas raíces
que carecen de los pesares de la muerte.
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